Uno de mis proyectos en la CDMX, dado que nos quedábamos el fin de semana, era ir de visita a Coyoacán. Y así, aprovechar conocer la Casa Azul de Frida Kahlo, entonces convencí a mi marido de acompañarme… ERROR ¡a quién se le ocurre tan brillante idea en domingo!… No contaba con la astucia, de que muchas otras mentes inteligentes como la mía ¡iban a tener la misma iniciativa!
Literal, llegamos vimos la fila laaarga y nos dimos la media vuelta. Un poco abatida por este primer “failure”, pero jamás derrotada, me hice el propósito de disfrutar los alrededores y enseñárselos a Seb, quien no conocía el lugar.
Fui por primera vez a Coyoacán hace mucho años, aún estaba en carrera y siempre se quedó en mi mente como un bello recuerdo: calles empedradas, melodías de organilleros, bullicio en la plaza central, artesanos, árboles centenarios… en fin, una fiesta para los sentidos. Y cuando supe del viaje, era uno de los lugares a los que sin duda, quería regresar.
Luego de mi chasco con la cantidad de gente esperando en la casa de Frida (que aquí entre nos, yo hubiera estado dispuesta a hacer esa fila kilométrica, pero sentía la mirada áspera de mi acompañante que con el entrecejo me decía: “Ni lo pienses”), decidimos, dejar a nuestros pies guiarnos y perdernos.
Fue así que llegamos a la Plaza central, visitamos la iglesia, nos metimos a un mercadito artesanal, de donde salí con dos anillos de cristal, que en el momento me encantaron, pero cuyo destino será vivir en el fondo de una caja de “cositas” que no usaré, ¡puesto que la adquisición se basó en el sentimiento bohemio que se apoderó de mí!
Ahí mismo, después de mi compra no reflexiva, vi encantada a parejas no tan jóvenes, pero muy en su papel, quienes tomaban clases de tango. ¡Nunca es tarde para aprender!
Después, queríamos seguir perdiéndonos por esas calles y encontrar tesoros visuales. Yo soy buena para toparme con rinconcitos, y esta vez, ¡mi instinto no me decepcionó! Dentro de una puertecita con marco azul, hay un Centro Cultural de Artes, más allá, una hermosa terraza con mesitas y grandes árboles, para disfrutar de la vista, el oído y el gusto, con un buen cafecito. El jardín de las delicias se llama ese encantador lugar.
Empezamos a escuchar un ruido casi gutural... sí, ¡eran nuestros estómagos, que chillaban del hambre! Así que nos paramos por ahí a comer una pequeña ensalada y sandwich de salmón, todo muy delish por cierto, y seguimos nuestro camino.
Durante todo el viaje a la CDMX, dije muchas veces: ¿escuchas a los pajaritos?, para mí fue impactante, que a pesar de la masa de concreto, cantidad de vehículos, contaminación, lográramos escucharlos por muchos lados y claramente. En un momento llegué a pensar, ¡que incluso hasta más que en Campeche!
Pues con sus alegres melodías de compañía, deambulamos por las calles, apreciando la arquitectura y vegetación tan diferente a la nuestra, hasta que topamos con un vivero… ¡FUI LA MÁS FELIZ! Me encantan, me encantaaaan las plantas…el cuello se me estiraba como el de E.T. (tengo un amigo que va a disfrutar esto) y me daba vueltas como el de un búho. ¡Suculentas y cactus de todos tamaños y colores! ¡quería llevarme todo!… Pero en eso, nuevamente llegó “el entrecejo”, para arruinarme mis ilusiones.
No importa, salí con 4 nidos hechos con material de escoba, para colgar en los árboles, que espero atiren a los pajaritos de colores que aparecen en nuestro jardín.
Y ya cargados, con “el entrecejo” ayudándome no muy contento con mi bolsa voluminosa de nidos, regresamos de nuevo al hotel. Me encanta Coyoacán y otro día visitaré la Casa Azul, de preferencia no en domingo.